FAMILIAS QUE FLORECEN

La experiencia nos enseña que los lazos familiares son vitales para los seres humanos; nacemos incapaces de valernos por nosotros mismos y también anhelantes de afecto y seguridad. La manera en cómo se resuelvan estas necesidades marcarán el carácter y la forma de relacionarse de cada persona.

El ser humano no puede existir aislado de los otros. Dios nos ha conformado entrelazados, sólo podemos existir física y emocionalmente asociados con otras personas. Aun estando solos en realidad «estamos» con alguien en la memoria o en el corazón.

El medio ideal de hacer posible la subsistencia, así como lograr el ambiente propicio para que toda persona alcance la plenitud, se encuentra en la familia. La familia es la unidad social fundamental que atiende física, emocional y espiritualmente a los miembros de las diferentes generaciones que la conforman. Sin embargo, la familia puede ser, para cada uno de nosotros, la mejor de las experiencias de vida, o la peor. Esto se debe a la condición humana de sus integrantes, la sanidad emocional de los adultos, las actitudes con que enfrentan las situaciones que atraviesan, las expectativas que mantengan y las creencias de todos los que influyen.

En nuestra época existe una diversidad de tipos de familias. Sin duda que el modelo tradicional de padre, madre e hijos es un esquema muy importante, pero, no podemos rechazar otros que son aceptables a la doctrina cristiana. Hoy vemos familias conformadas por: abuelos criando nietos, madres o padres solos que cuidan de sus hijos, matrimonios sin hijos, familias con hijos adultos que no han salido de casa o que regresan después de divorciarse, y otros más.

Una familia que florece refleja la imagen de Dios, no por el número de sus integrantes o por las figuras representadas en ella, sino porque esté basada en un amor verdadero y en una convivencia justa y sabia. La validez depende de lo interior más que de la forma exterior. La familia es, por excelencia, el elemento cohesionador y esperanzador del género humano. En ella, sus miembros se liberan mutuamente de la soledad, se nutren de afecto y seguridad, atienden sus necesidades legítimas, fortalecen el carácter y mantienen compañerismo a través de las fases de su existencia.

Una familia que florece es una comunidad de amor real

En Efesios 5:21-6:4 se describen las virtudes de una familia de creyentes: Maridos amad a vuestras mujeres. Más que los lazos sanguíneos, de atracción física o de intereses económicos o de trabajo, la familia conforma una unidad aglutinada por el don cristiano del amor.

El amor «ágape» al que se refiere es más que sentimientos. No debe confundirse el amor con egoísmos disfrazados, como una pareja que se relacione con el criterio de «te quiero porque te necesito». La persona que ama no pretende ser el centro de atención, ni busca, como fin central, satisfacer su hambre de cariño, porque sería incapaz de la gratuidad y establecería una especie de pacto comercial: «yo te doy esto y tú me das a cambio lo otro». El amor no se compra ni se vende, sólo se da y se recibe.

«El hogar no son piedras, son almas; El mueblaje no es oro, es cariño… Si se quieren, ¡qué ricos son los pobres!; Si no se aman, ¡qué pobres son los ricos! El amor inventó los hogares…» (Ramón de Campoamor. Poeta español).

Si los padres miran la paternidad como el medio de reiniciarse, es decir, pretender hacer de la vida de sus hijos su segunda oportunidad, y se apropian de sus mentes y corazones y les quitan su individualidad, estarán tomando para sí lo que le corresponde a Dios. Él nos confío hijos para cuidar de ellos y facilitar su crecimiento a fin de que sean para Su gloria. Como dice el poeta Rabindranath Tagore:

Tus hijos no son tus hijos, son los hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen…

Una familia que florece experimenta compañerismo de vida

Vivir en familia es con-vivir. Es ser y devenir con alguien más. Con alguien que es como nosotros sin ser nosotros. Cuando Dios dijo: no es bueno que el hombre esté solo… (Génesis 2:18) declara la liberación de la soledad. Una familia saludable protege, nutre, desarrolla y fortalece a sus integrantes. El hogar constituye el punto central del espacio vital desde el cual cada uno «contará sus pasos». Es allí donde se adquiere la cualidad de la confianza, la autoestima y las herramientas para las jornadas que cada quien encarará.

Los miembros de una familia comparten lo más profundo de las personas, conocen sus pensamientos, la manera de reaccionar, los sueños y frustraciones; su convivencia presupone aceptación plena. La pareja establece una amistad que los une a lo largo de las etapas, los hermanos suelen ser los mejores amigos, madres e hijas llegan a compartir secretos, padres e hijos logran las mejores aventuras, las diferentes generaciones se divierten en todo tipo de juegos.

Cuando llegan los quebrantos de alguno de los integrantes, los corazones se unen en defensa del afectado; si alguien es herido emocionalmente, hay un lugar donde regresar para sanar. Siempre se vuelve al primer amor. El hogar es la referencia de los buenos tiempos, de cuando nos sabíamos amados, cuando podíamos imaginar un futuro seguro, donde se nos permite desarrollar las potencialidades con que somos dotados al nacer.

Una familia que florece es un taller para un carácter firme

El hogar es el taller donde se forja el carácter de una persona. El carácter son las marcas que definen cómo es alguien, la actitud que tendrá hacia las demás personas y cómo enfrenta las situaciones de la vida, sobre todo las crisis. Es la disposición que se tiene al enfrentar los problemas y la convicción con que se asume una tarea.

El carácter habla de lo que hay en verdad dentro de una persona. El libro de Ruth nos cuenta el drama de dos maravillosas mujeres, las cuales sufren cuando la adversidad pasa por encima de ellas: Nohemí pertenece a una familia de migrantes pobres y queda viuda y sin hijos en una tierra extraña; los sueños de prosperidad y bienestar se esfuman y tiene frente a sí un panorama devastador. Pero ella tiene una fuerza de carácter y la transmite a su joven nuera; en la crisis aparece lo mejor de ellas, se hacen cargo de sí mismas, no se sientan a lamentar su suerte, ni permanecen echando culpas sobre otros, no dejan que la amargura tome el control de sus corazones.

El carácter se manifiesta en el autocontrol de los impulsos. Consiste en sobrellevar las críticas y las frustraciones sin conductas destructivas, mostrar paciencia y tolerancia prudente. El carácter es la integridad con que actúa una persona que no tiene motivos ocultos, es la lealtad a la pareja, la afirmación de valores ante las tentaciones, es la disposición de ponerse en pie cuando ha caído.

Nuestras familias florecerán cuando, con la sabiduría y fortaleza de Dios, trabajemos en las actitudes de todos los miembros. Siendo realistas, reconocemos que la vida son problemas, que cada día se enfrentan responsabilidades. ¿Qué hace que una persona se levante cada día y cumpla su trabajo, que busque resolver las situaciones buscando las soluciones viables, que cumpla su palabra aun cuando sería más fácil hacerse desentendido, que sea autodisciplinada en sus conductas? Por supuesto que el carácter. Éste se desarrolla en la crianza. Una crianza con amor firme será de bendición en las personalidades frescas.

Una fuente de esperanza

Las personas que integramos las familias somos frágiles e imperfectas. Ninguna familia alcanza la plenitud del ideal, ya que estamos condicionados por nuestras propias debilidades y somos víctimas de nuestros propios impulsos naturales. Cuando el rey David llegó a su vejez, evalúa su condición y reconoce que el pacto que Dios hizo con su casa es estable, porque la palabra de Dios es firme, pero él y su familia han fallado; sin embargo, cree que Dios hará florecer a los suyos (2 Samuel 23:5). Nuestra familia necesita de Dios. En Dios, cada familia puede encontrar sanidad para sus heridas, fortaleza para superar los fracasos, gracia para cubrir los errores e imaginación para los sueños.

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