LA FRAGANCIA DE LA VIOLETA

Nos tocó trabajar pastoralmente con un joven hace algunos años. Desde su infancia fue víctima de violencia por parte de su padre, quien tenía problemas de alcoholismo. A los diez años de edad, fue abandonado por su madre, pues al parecer, no soportó el maltrato que sufrían. Entonces su abuela paterna lo crió. Él sentía que a nadie le importaba. Lamentablemente, en su trabajo venía teniendo problemas por agresividad. Sus relaciones de pareja terminaban pronto, por la misma razón. Cada rompimiento, lo interpretaba como abandono. Estuvimos trabajando por varios meses en su restauración.

En una de las varias charlas que sostuvimos con él, reflexionamos a cerca del perdón. Al principio, atendió a nuestra explicación con mucha atención. Le hicimos saber lo tan necesario que era perdonar para seguir avanzando en su proceso de restauración. Una vez que comprendió el sentido de la charla, la detuvo con molestia. Sus palabras fueron: «ya se para dónde van y créanme, no lo voy a hacer, ustedes no lo entienden, hay cosas imperdonables, no estoy dispuesto a ser abandonado y pisoteado otra vez. ¡Jamás perdonaré! ¡Pídanme lo que quieran, pero eso no»! Estaba dispuesto a su restauración, pero había heridas que dolían, y mucho.

Las heridas de la vida

Frecuentemente, lastimamos a las personas, incluso a aquellas que amamos. A nosotros nos han lastimado también, incluso quienes nos aman. Las heridas, resultado de experiencias dolorosas, dejan cicatrices cuando cierran. Pero, lamentablemente, a veces no sanan, incluso con el paso de los años. Padres e hijos sin relación por mucho tiempo. Hermanos que se han distanciado y no tienen contacto durante largas temporadas. Familias fracturadas, rotas, desgarradas. Amigos que se convierten en enemigos. Personas que abandonan la iglesia, y a veces, hasta la fe, por roces con otros creyentes. En fin, relaciones amorosas que se ven interrumpidas por traiciones, malos entendidos, ofensas; situaciones que hieren, que fracturan, que rompen.

Yo ya perdoné, pero aún duele

«Yo ya perdoné» – parece ser una expresión bastante común a la hora de hablar de los vínculos rotos. Sin embargo, existe una «señal» que permite identificar si realmente se ha perdonado: recuerdo cuando, una noche cocinando con mi esposa, me rasgué un dedo al cortar una verdura. Salió un poco de sangré. Pensé que la lesión no era tan profunda. Mi esposa la cubrió con una cinta adhesiva para heridas, y parecía que todo terminó. Con el paso del tiempo, el dedo me dejó de doler. Sin embargo, cada vez que rozaba con algo, sentía malestar. Eso hizo que fuera al médico, quien me dijo: la herida no ha sanado, el hecho de que el dolor desaparezca de momento, no es evidencia de sanidad, pues al tocar la herida aún duele. Una vez que sana, ya no duele. Algo similar pasa con las heridas del alma.

Comprobamos que no hemos sanado si al hablar de aquella vivencia dolorosa aún surge dolor. A esa experiencia se le llama resentimiento. Es decir, volver a sentir, o sentir otra vez. Cuando no se ha sanado, y aquel mal recuerdo pasa por la mente, se despiertan los mismos sentimientos desagradables, de rabia, como en el momento en que surgió la herida. Incluso, se vuelen más intensos. A veces, no se perdona para darle al ofensor su merecido, sin embargo, al no hacerlo, el primer afectado es uno mismo. Cuesta trabajo sanar, aún más cuando no se asume que se requiere sanidad.

Lo que no es perdonar

Pero, si la falta de perdón nos hace tanto daño, ¿por qué es tan difícil otorgarlo? Sin duda, esta pregunta tiene varias respuestas. Una de ellas, desde nuestra experiencia pastoral, tiene que ver con la comprensión. Es decir, una inadecuada idea del perdón, produce resistencia ante este. A menudo, se tienen ideas confusas, erradas, que bloquean a la hora de querer otorgarlo. Algunas de esas ideas las hemos concebido sin darnos cuenta. Pero entonces, ¿qué es el perdón? Empecemos por lo que no es:

Perdonar no es olvidar. Ante las heridas del corazón, se suele confundir al perdón con el olvido. Sin embargo, absolver al ofensor no necesariamente implica borrar de la memoria la ofensa. Por ejemplo, una persona que ha sufrido violencia extrema por parte de su madre o de su padre, no la olvida, incluso con el paso de los años. Los recuerdos quedan, no se borran de la mente. Sin embargo, eso no indica falta de perdón y sanidad. Cuando se perdona, se recuerda la ofensa, sí, pero no duele al recordarla. Perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor.

Perdonar no es justificar la ofensa que se recibió ni al ofensor. En ocasiones, se busca excusar la afrenta, planteando explicaciones que justifican el daño causado o a la persona que lo ocasionó. Por ejemplo, frases como: «Déjala, es tu madre, y tuvo una infancia muy difícil, no quería lastimarte», «su padre cometió muchas infidelidades, él ahora es así porque lo aprendió desde niño», «es un anciano, cuando habla no se fija». Si bien conocer la historia de vida o condición del ofensor permite comprender su comportamiento – lo cual puede ayudar a que la ofensa no se tome como una agresión deliberada hacia la propia persona – eso no significa que el daño se deja de ver como tal.

Perdonar no implica obligatoriamente la permanencia del vínculo con quien ha ofendido o lastimado. Tal vez la afirmación parece «anti-cristiana», pero permítanos explicarlo, pues no es así. A menudo, nos resistimos a perdonar, porque pensamos que si lo hacemos, debemos permanecer vinculados con aquella persona que nos dañó, exponiéndonos a que el daño se repita. Sin embargo, continuar o no con la relación, es una decisión independiente del perdón. Por ejemplo, el hecho de que una adolescente otorgue el perdón a un familiar cercano que abusó sexualmente de ella, no significa que necesariamente tenga que mantener la convivencia con él. Al contrario, eso la expone. En un caso de abuso, los especialistas recomiendan alejar a la víctima del abusador. Ante ciertos casos, será necesario perdonar y tomar distancia, con el fin de no poner en riesgo la propia integridad.

Perdonar no es síntoma de debilidad. Se suele pensar que si se otorga el perdón, la persona que cometió el daño lo volverá a hacer. Por ese temor, no se perdona. Sin embargo, al no hacerlo, se está sufriendo más. Es como un daño doble: uno, cuando se vive la herida, y el otro, de manera permanente, al guardar el resentimiento que produce la falta de perdón.

En pocas palabras, perdonar no es:

  • Olvidar.
  • Excusar la ofensa.
  • Solapar el daño o al agresor.
  • Minimizar el daño que se ha causado.
  • Restar importancia al suceso que ha lastimado.
  • Dar la razón a quien lastimó.
  • Signo de debilidad.

¿Setenta veces siete?

Para comprender adecuadamente el perdón, es fundamental ir a Biblia. Hablar de perdón, es hablar de amor. Al hablar de amor, nos referimos a Dios, pues Él es amor. Para conocer a Dios, es necesario ver a Jesús. Veamos la respuesta que el Señor da al discípulo Pedro referente al perdón:

Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete (Mateo 18:21-22).

De la pregunta y la respuesta, se puede resaltar que:

  • Los rabinos del tiempo de Jesús enseñaban que era necesario perdonar las ofensas hasta cuatro veces. Pedro, al parecer, se considera más generoso, pues añade otras tres en su pregunta.
  • El número siete en la Biblia tiene un significado teológico. Indica totalidad, plenitud.
  • En su respuesta, Jesús da una lección. Aún siete veces no es suficiente; pues implica que se está llevando la cuenta de las ofensas recibidas.
  • La frase «setenta veces siete» de Jesús, no tiene un sentido literal, pues entonces estaría diciendo que hay que perdonar cuatrocientas noventa veces. Siendo así, el perdón tendría un límite, si bien, distante, pero límite al fin.
  • En su respuesta, es probable que Jesús esté haciendo referencia al Cántico de Lamec: si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete (Génesis 4:24); para enseñar que el perdón debe extenderse hasta donde llega la ira y el deseo de venganza1.
  • En otras palabras, el «setenta veces siete» de Jesús expresa que, ante cualquier ofensa e independientemente del número de veces que ésta ocurra, es necesario perdonar siempre, más allá de la rabia o las intenciones de desquite.
  • De la respuesta de Jesús, comprendemos que el perdón tiene que ser, más que un acto, una actitud, una forma de vida, que se mantiene durante todo el transitar de la existencia.

En la respuesta a Pedro, el Maestro narra la parábola de «Los dos deudores» (versos 23 al 35). Más que un concepto, enseña a Pedro una lección a partir de esta historia, de la que aprendemos:

  • El punto de relieve de la parábola está en la desorbitada diferencia entre la deuda de uno y la de otro. Aquel rey es capaz de perdonar una inmensa deuda a su siervo. El siervo perdonado es incapaz de perdonar una deuda extremadamente menor a su consiervo.
  • El rey, representa a Dios. El siervo, lamentablemente, nos representa. Ante el Señor, hemos cometido faltas miserables y terribles, de las cuales nos ha perdonado. Nosotros, aun recibiendo ese perdón, no hemos sido capaces de perdonar a las personas que nos han ofendido.
  • Cualquier ofensa recibida, es mucho menor que las ofensas que hemos causado a Dios. Para perdonar, es necesario tener conciencia de la propia condición. Nosotros también somos deudores, y al mismo tiempo, somos objeto de la gracia y del amor del Señor.
  • Abrirnos al amor y al perdón de Dios, a través de Jesús, nos capacitará para amar y perdonar a quien nos ha herido. El perdón viene de Dios. La capacidad para hacerlo no es de nosotros, es de Él.
  • Conscientes de lo que somos, y de lo que Dios es y hace en nosotros, comprenderemos que perdonar no es hacer un favor al otro, sino un acto de gracia, como el que nosotros recibimos primero de parte del Otro.

¿Qué es perdonar?

En resumen, del texto comprendemos que perdonar es:

  • Una capacidad que viene de Dios y quizá la más valiente de las acciones.
  • Un proceso, que implica la comprensión de la propia condición respecto a Dios y, entonces también, respecto al otro.
  • Una decisión personal, una opción del corazón, que surge cuando decidimos dejar que Jesús abrace nuestras carencias y miserias, al permitir que nos ame y perdone.
  • Una expresión de amor, un regalo, la cancelación de una deuda.
  • Un valor, que permite asemejarnos a Dios, a Jesús. Al perdonar, nos parecemos al Señor, más que nunca.

Perdonar implica:

  • Aceptar nuestra realidad y reconciliarnos con ella.
  • Asumir que el otro nos ofendió, aceptar que el ofensor nos hizo mal, reconociendo el derecho que se tiene de hacer justicia, pero renunciando a él.
  • «Soltar» los pensamientos nocivos, decidiendo no guardar en el corazón todos aquellos sentimientos destructivos como el odio, la amargura y el rencor.
  • Modificar la conducta. Es decir, el perdón es acción. De la restauración interior, surge un cambio en la forma de vida, en la manera de relacionarse.

El canadiense Robert Enright afirma: «el perdonar no borra el mal hecho, no quita la responsabilidad al ofensor por el daño causado, ni niega el derecho a hacer justicia a la persona que ha sido herida. Tampoco le quita la responsabilidad al ofensor por el daño provocado… Perdonar es un proceso complejo. Es algo que sólo nosotros mismos podemos hacer… con la ayuda de Dios. Paradójicamente, al ofrecer nuestra buena voluntad al ofensor, encontramos el poder para sanarnos…Al ofrecer este regalo a la otra persona, nosotros también lo recibimos».

Entonces, ¿cómo perdonar?

Es necesario perdonar si deseamos vivir con salud y de una manera acorde al evangelio. No perdonar, absorbe la propia energía, desgasta, marchita poco a poco el corazón. Pero, ¿cómo hacerlo? Se requiere:

  • Tomarse su tiempo. Parece que, por ser cristianos, somos llamados a perdonar inmediatamente cualquier ofensa, pero no es así. Antes de hacerlo, es necesario hacer contacto con las propias emociones, con los sentimientos, aunque estos sean negativos, con el fin de no reprimirlos, sino darles una salida adecuada. Escribir lo que se piensa o se siente ante el ofensor, dialogar con una persona capacitada sobre la herida, el llanto como desahogo, son maneras sanadoras para iniciar a desalojar del corazón los sentimientos negativos.
  • Recordar que el Señor nos ha perdonado primero. Tenerlo presente, hará que estemos consientes de la propia condición.
  • Reconocer la herida. Para sanar, es necesario admitir que se está lastimado. Asumir lo que se siente, el propio dolor y coraje. Involucra reconocer la afrenta. Entender que el otro nos ha hecho mal.
  • Recordar el bien que traerá. Perdonar da vida. No hacerlo, consume por dentro, carcome. Dice Proverbios 17:22: El corazón alegre constituye buen remedio; mas el espíritu triste seca los huesos. Perdonar libera, da vitalidad, alivio y descanso.
  • Asumir el compromiso. Perdonar no es sencillo. Habrá altas y bajas. Será necesaria la completa disposición. Implica dejar de buscar culpables ante las desgracias vividas, y asumir la responsabilidad de la propia vida, para llegar a la restauración
  • Tomar la decisión. Dar el paso y perdonar. Si la herida es muy profunda, es necesario buscar ayuda de personas maduras. El Señor utiliza a personas para acompañarnos en nuestros caminos, para auxiliarnos en la sanación de las propias heridas.
  • Buscar una nueva forma de pensar sobre esa persona que ha hecho mal. Al hacerlo, por lo general, se descubre que es un ser vulnerable, probablemente con heridas también, necesitado (y a la vez objeto) de la gracia y amor de Dios, como nosotros.

La fragancia que cura

Perdonar posibilita la sanación de las heridas del alma. Es un proceso que requiere tiempo, similar al tiempo de sanación que necesita una herida en el cuerpo. Serán fundamentales la paciencia y la perseverancia, en la confianza de que el Señor es el Médico que está trabajando en nuestra sanidad.

Perdonar nos lleva camino a la restauración. Propicia que, aquello que lastima, deje de doler, y se trasforme en una experiencia de vida, parte de la propia historia, que da aprendizaje, crecimiento y madurez.

Perdonar es hacer bien a quien no lo merece, como Dios lo hace con nosotros. En palabras de Mark Twain: «Perdón es la fragancia que la violeta suelta, cuando se levanta el zapato que la aplastó».

Referencia

1           www.mercaba.com/Aprende a perdonar como Dios te perdona a ti

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