Creer a Dios contra toda esperanza
Min. Ausencio Arroyo García
Dios le dijo a Abraham: «Tendrás muchos descendientes». Y, contra toda esperanza, creyó a Dios. Por eso fue padre de muchas naciones. Abraham tenía alrededor de cien años, no estaba en edad de tener hijos, y su esposa Sara era estéril. Abraham sabía todo esto, pero su fe no se debilitó. Mantuvo firme su fe en la promesa de Dios sin dudar jamás. Cada día su fe se hacía más fuerte, y así él daba honra a Dios. Abraham estaba seguro de que Dios sería capaz de cumplir su promesa(1 Pedro 2:4-7).
La Palabra declara que Dios, es el Dios de imposibles. El poder y la gracia de Dios hacen que lo imposible sea posible. Tener fe en Dios, implica la confianza de que Él es capaz de realizar lo que está más allá de la lógica humana o de los límites de la realidad terrena. Él puede cambiar las situaciones de desgracia y transformar las condiciones de opresión. En cierta medida, todos experimentamos momentos y fracasos ante situaciones límite de la vida, en este contexto, Pablo nos presenta el paradigma de Abraham como el modelo de fe para todos nosotros (Romanos 4:1-22).
El paradigma de la fe de Abraham
La fe vida está llena de muros infranqueables y de límites de las fuerzas. Para sobreponernos a esto, contamos con el don maravilloso de la fe. Sin embargo, la fe en Dios no pretende cambiar su naturaleza ni modificar su carácter, más bien, consiste en afirmar que podemos confiar en que sus promesas son inquebrantables. La figura de Abraham brilla por encima de todos, pues, aunque su condición lo hacía ver como un fracasado al no tener descendencia, Dios cambió su historia, porque creyó a sus promesas.
El nombre Abram significa padre exaltado, sin embargo, no tenía ni un hijo, su nombre era una contradicción. Abram creyó que Dios lo convertiría en padre, aun cuando todo estaba en su contra. Él y su esposa eran ya ancianos, el cuerpo de Sara, además, estaba afectado por la esterilidad; al paso de los años se habrían acumulado las decepciones de esta pareja. En ese ambiente de desilusión, Dios extendió su promesa de darle no solo un hijo sino una descendencia numerosa. En el proceso, Dios cambió su nombre de Abram a Abraham, la terminación “am” en hebreo se refiere a pueblo o multitud. Dios le da la promesa de hacer de su descendencia un gran pueblo. Abraham no estaba en condiciones reales de serlo, pero, cree a Dios a pesar de todo.
Además, Abraham es el paradigma para todos los creyentes porque él fue considerado justo por su fe: Abraham creyó a Dios y le fue reconocido como justicia (Génesis 15:6), esto ocurre antes de ser circuncidado (Romanos 4:9-12) y no como resultado del cumplimiento de la ley, sino por su fe (4:13). Abraham no tiene de qué jactarse ante Dios pues la justificación no es fruto de su propia justicia sino un regalo de Dios por el solo hecho de creer a su Palabra. Así, en la historia de la salvación, Abraham se convierte en padre de todos los que siguen las huellas de la fe, sean circuncisos e incircuncisos (4:12) y son declarados herederos de la promesa divina (4:13-17).
Abraham nos muestra en qué consiste la fe: él creyó, puso su confianza en la palabra divina y caminó en esa certeza. Abraham fue llamado por Dios a salir de su mundo (Génesis 12:1-3), confiando en Su promesa y convertirse en fuente de bendición para todos los pueblos. La fe en el sentido bíblico es más que asentimiento de una doctrina, repetición de un rito sagrado o una emoción que permita conseguir de Dios lo que queremos. Si bien la fe implica todos esos elementos: asentimiento intelectual y confesión de una verdad, es sobre todo una confianza que lleva a obediencia. En la realidad, solo creemos lo que obedecemos.
La fe de Abraham consiste en la actitud o disposición a dejarse guiar, es una respuesta a Dios, no es una obra que convierta a Dios en nuestro deudor sino la confianza de soltarse en las manos del Señor. La fe es grande no porque tenga poder en sí misma, sino por el carácter de Aquel en quien la depositamos. Podemos decir que la Biblia no nos invita a “creer” en los milagros, sino a creer en el Dios que obra milagros. El carácter y la persona de Dios guían nuestra fe y establecen lo que podemos esperar.
Su modelo de fe se basa en las palabras de Dios, no en la evidencia de los sentidos o deseos. Abraham era consciente de la imposibilidad física de que él y Sara pudieran tener hijos; sin embargo, esto no impidió que creyera que Dios haría exactamente lo que había prometido. La esencia para una experiencia cristiana vital es la capacidad de seguir creyendo, día tras día, que la realidad última no es lo que vemos a nuestro alrededor, sino aquello que no podemos ver; a saber, la realidad que viene de Dios.
Creer en esperanza contra toda esperanza
Abraham creyó en las promesas de Dios cuando no había elementos para la esperanza, las circunstancias decían que el vacío y la soledad eran inevitables, que su nombre familiar desaparecería. Sin embargo, Dios lo miró y lo eligió para llenar sus brazos vacíos, con lo que renovó su corazón anciano. El padre de la fe muestra la relevancia del objeto de fe. La fe de Abraham no consiste en: “hay que creer en algo” ni se puede hablar “del poder de la fe” pues lo que da sentido, forma y transforma la condición de Abraham es el Dios vivo: Así frente a Dios, Abraham creyó este mensaje, porque Dios puede dar vida a los muertos y crear algo de la nada (Romanos 4:17). La fe es tan grande como el objeto de fe, su fe es grande porque fue puesta en el Dios que es capaz de dar vida al cuerpo derrotado y llamar a la existencia a un hijo, de la nada.
Pablo describe las circunstancias donde intervino la mano de Dios: Abraham tenía alrededor de cien años, no estaba en edad de tener hijos, y su esposa Sara era estéril. Abraham sabía todo esto, pero su fe no se debilitó. Mantuvo firme su fe en la promesa de Dios sin dudar jamás. Cada día su fe se hacía más fuerte, y así él daba honra a Dios. Abraham estaba seguro de que Dios sería capaz de cumplir su promesa (Romanos 4:19-21).
La fe en Dios es el poder para transformar la realidad. A veces valoramos la fe como capacidad humana, que por sí misma puede crear cosas nuevas; que, si podemos visualizar en la mente, imaginar y describir lo que se desea, entonces eso ocurrirá. Pero esta comprensión no corresponde a la cosmovisión bíblica, porque lo nuevo no ocurre supeditado a los deseos o capacidades del ser humano sino a la voluntad de gracia y los propósitos divinos.
La fe que nos enseña Abraham es un acto de seguimiento y no una manipulación. En tal sentido, es importante subrayar que Abraham no cree en (la existencia de) Dios, sino que Abraham cree a (la promesa de) Dios. Tener fe es confiar. Tener fe significa caminar en la esperanza de Dios aun cuando ésta parece una realidad imposible. Los límites del razonamiento humano y lo que nuestras sociedades muestran como “único camino posible” puede ser superado; en las manos de Dios, lo imposible es posible.
El pensamiento pragmático actual entiende que cuando conocemos algo significa poseerlo y dominarlo; en el ámbito de lo religioso, se piensa que conocer a Dios es dominar y poseer a Dios. El conocimiento sobre el otro no da el derecho de convertirlo en propiedad, mucho menos en la relación con Dios; ya que Dios es el sujeto, no el objeto, y la relación con Dios como sujeto nos transforma mediante la “simpatía”. El conocimiento de Dios no nos convierte en amos de Dios, más bien, le conocemos para confiar en sus promesas. En el sentido bíblico, conocer significa tener una experiencia concreta de intimar y asombrarse. Conocer a Dios consiste en reconocerlo como soberano en el universo y, por lo tanto, jamás sujeto a nuestros deseos o voluntad.
Las promesas de Dios son inquebrantables
La vida es un muro de adversidades, todos enfrentamos innumerables circunstancias de frustración y pena: los grandes anhelos no se cumplen, las relaciones de amor se rompen, los hijos no llegan o se alejan de la fe, nos arrebatan a las personas que amamos, los accidentes nos aguardan a la vuelta de la esquina, fracasan los emprendimientos, el entorno social es amenazante, fallamos en los intentos de romper los hábitos destructivos; la estabilidad que disfrutamos se esfuma ante el diagnóstico de que, lo que comenzó como una pequeña molestia: un signo oscuro en la piel o como simples olvidos, son signos de un mal serio que estuvo agazapado por años que, finalmente, despertó de su letargo y empezó su fase aniquilante. Cuando la vida de armonía y salud, de prosperidad y realización personal se escurre entre los dedos, nuestros sueños fenecen en la desesperanza.
Cuando piensas que tu vida no va más, que tu experiencia es el final de toda alegría, que no volverás a sonreír, recuerda que Dios tiene la última respuesta. Nuestra fe está arraigada en el Dios que vivifica a los muertos y llama a las cosas que no son como si existieran (4:17).
En la historia de la salvación, Dios es el héroe. Dios se vale de mujeres estériles para preservar la simiente de su pueblo, sostiene a un profeta oculto en una hondonada, alimenta a todo un pueblo hambriento en el desierto, rescata la vida de un joven odiado de sus hermanos hasta llevarlo a la cima en un gobierno extranjero, salva la vida de un hijo único que estaba punto de ser ofrecido en holocausto. En circunstancias donde todo parece perdido, Dios cambia las historias.
Dios llenó de alegría el corazón de dos mujeres solas y pobres. Llenó sus brazos de granos para el pan, restauró el nombre de su familia y les regaló un hijo que les devolvió la esperanza. Era inimaginable que la mujer extranjera, que rebuscó cebada en un campo ajeno, se convirtiera en la dueña de la tierra que pisó como desheredada. El Señor Jesús cambió la historia de una mujer que se desangraba, día tras día a lo largo de doce años. “Si tan solo tocare su manto seré sana” se dijo, cuando oyó hablar del Señor y se acercó por detrás de Él. Cuando al fin alcanzó el borde de sus vestidos fue sana.
Si bien, no podemos forzar a Dios a actuar conforme a nuestros anhelos, nunca debemos olvidar que en su poder está la capacidad de realizar tanto grandes maravillas como pequeñas caricias de gracia que transforman el luto en fiesta espiritual y la tristeza en gozo. Dios tiene poder para darnos vida de nuevo. Siempre condicionado por sus propósitos y manifestado en sus promesas. Juan señala que nuestras peticiones deben mantener la expectativa de aguardar a la voluntad divina: Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye (1 Juan 5:14).
Hay momentos en que nos percibimos como muertos al futuro y solo sobrevivimos un presente en agonía. Allí se nos revela el Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos y que nos resucita a la vida rescatándonos de todo dominio mortal. Es el Dios que llama a una realidad que aún no existe, que vivifica a los muertos por su evangelio, reaviva la llama del Espíritu. Las circunstancias adversas de la vida matan nuestras esperanzas, los sueños se rompen, las pérdidas dejan vacíos y los anhelos no se cumplen; justo en estas condiciones ¡Dios puede vivificarnos! Esta es buena nueva, es Evangelio.
Dios, por medio del profeta Jeremías, les habla a sus escogidos que se hayan en el exilio y les declara: Sé muy bien lo que tengo planeado para ustedes, dice el Señor, son planes para su bienestar, no para su mal. Son planes de darles un futuro y una esperanza (Jeremías 29:11). El gran dilema es creerle a Dios frente a los imposibles, confiar en sus promesas y esperar contra toda desesperanza.