Todo lo que soy y todo lo que tengo

Min. Ausencio Arroyo García

Nuestros antepasados adoraron a Dios en este monte, pero ustedes los judíos dicen que debe ser adorado en Jerusalén.Jesús le dijo: —Créeme, mujer, que llegará el momento en que ustedes no adorarán al Padre en este monte ni tampoco en Jerusalén. Ustedes adoran algo que no entienden. Nosotros sabemos lo que adoramos porque la salvación viene de los judíos. Pero llegará el momento, y en efecto ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. El Padre está buscando gente que lo adore así. Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad (Juan 4:20-24).

El Dios que revelan las Escrituras es un Dios santo, su esencia sublime representa la belleza perfecta e inefable, además es infinita y por ello resulta inabarcable e indescriptible de manera absoluta; sin embargo, nos acercamos a ella por las expresiones que la misma revelación emplea. Frente a lo sublime y majestuoso de la grandeza divina, el espíritu humano se estremece y se conmueve al percibir su finitud y abundante imperfección. De la conciencia de pequeñez brotan: la humillación del yo personal, un sentimiento de total dependencia y despierta la disposición de rendimiento a lo inefable y maravilloso. Así lo observamos en la actitud del patriarca Abraham, cuando pretende interceder por Sodoma y Gomorra se apresura a decir: […] perdona que sea yo tan atrevido al hablarte así, pues tú eres Dios y yo no soy más que un simple hombre -literalmente, solo soy polvo y ceniza- (Génesis 18:27, DHH).

El estremecimiento del espíritu humano ante lo sublime produce la actitud de adoración reverente. La adoración consiste en las expresiones de asombro, admiración, reverencia y gratitud. La adoración a Dios significa el reconocimiento de la santidad de Dios, no solo referida al ámbito moral de una voluntad que hace lo bueno, que lo posee, sino sobre todo a la condición de lo inaccesible y majestuoso por el poder y la gloria que le reviste. Las respuestas humanas pueden estar equivocadas en su objeto de reverencia o en su forma de realizar el acto. La verdadera adoración es más que ciertas prácticas religiosas, es ante todo una vida volcada hacia el inefable y eterno Dios.

Lo externo no basta

En el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, ella refiere los centros de adoración de cada pueblo; según su tradición, los samaritanos creen que deben adorar en el Monte Gerizim, este monte fue declarado sagrado desde las jornadas del desierto: Y cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra a la cual vas para tomarla, pondrás la bendición sobre el monte Gerizim, y la maldición sobre el monte Ebal (Deuteronomio 11:29, comp. 27:12). Ella misma menciona que los judíos realizaban sus fiestas en Jerusalén. El judaísmo recibió indicaciones de asistir a las fiestas anuales que se celebraban en la ciudad elegida: Tres veces cada año aparecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere: en la fiesta solemne de los panes sin levadura, y en la fiesta solemne de las semanas, y en la fiesta solemne de los tabernáculos. Y ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios te hubiere dado (Deuteronomio 16:16-17). Un espacio físico es una necesidad de la experiencia religiosa formal. Delimitar un lugar ayuda a tener un acercamiento con lo sublime.

En muchas tradiciones religiosas se establece un punto geográfico como el origen del universo o donde algún dios suele manifestarse a los seres humanos. En diferentes culturas, el acceso a esos lugares queda prohibido a personas “comunes” bajo amenazas de castigo por sacrilegio, o bien, su visita se restringe a ciertas fechas del año. El supuesto es que al hallarse en ese sitio se cargarán de la energía divina y tendrán su favor para enfrentar la vida cotidiana. Sin embargo, la Biblia enseña que el espacio en sí no produce el encuentro verdadero con Dios. La presencia de un creyente en el lugar de culto puede ser frecuente y en los horarios indicados, pero pueden darse por los motivos o con la disposición espiritual inapropiada. En Isaías 1:14 (compare con Amós 5:21-24) Dios reprocha al pueblo su injusticia y como consecuencia repudia la realización de sus ceremonias religiosas. Una persona puede llegar ante el altar y presentar su holocausto, pero podría realizarlo sin fe real y solo hacer del acto una expresión externa. Podría ser una práctica solo por cumplir la tradición, para ser visto de los otros, para buscar favores personales o para satisfacer su ego haciéndose creer que es bueno.

Es una grave tentación pretender manipular a Dios, querer que responda al antojo y servilismo del corazón humano. Desde las diversas religiones se piensa que Él reside en un espacio terrenal determinado o que se manifiesta en ciertas fechas del año, que se le persuade por medio de frases poderosas, o se le convence por medio de prácticas reguladas o que se le puede forzar con argumentos. Nada más lejos de la realidad, Dios no se deja encerrar en ninguna prisión humana, su naturaleza le hace estar más allá de toda ambición posesiva, Él es el inabarcable, inexhaurible y soberano (Isaías 66:1). Dios es tres veces santo, imposible siquiera de ver directamente, es lo definitivamente distinto de nosotros, finitos e imperfectos. Su majestad inunda los cielos y la tierra (Isaías 6:1-4). Toda la tierra está llena de su gloria.

Por tanto, las manifestaciones religiosas superfluas no son suficientes para honrar lo que Dios es. Ningún ritual en sí mismo, ninguna palabra, ningún lugar, ni tiempo o postulado pueden ser lazos que domestiquen al Señor de la Eternidad y del Universo entero. El Señor no se conforma con el ofrecimiento de un holocausto, la presencia en un culto público, el sacrificio de renuncia o la prosternación del cuerpo. Dios ve la disposición, la reverencia, el compromiso de obediencia a su mandamiento. Dios conoce la verdad de lo que decimos, las intenciones que nos mueven en todo lo que hacemos y los sentimientos que alberga nuestro corazón o qué amamos cuando decimos que lo amamos. No bastan las formas externas de adoración, ni se puede delimitar por los tiempos, los espacios o las palabras. Todo esto son aspectos relativos. Jesús declara que El Padre busca verdaderos adoradores.

En Espíritu y en verdad

Jesús establece la naturaleza del Padre, Él es espíritu, por tanto, no está restringido ni al espacio ni al tiempo, en consecuencia, puede ser adorado en cualquier lugar o tiempo. La única condición para una verdadera adoración se asocia con la verdad. Estos postulados provienen de la enseñanza profética, la cual planteaba que la idolatría podría ser cuando se adoraba a un dios falso, ya fuese un elemento de la creación o un ídolo creado por el ser humano. Pero, también podría ser idolatría cuando se adorase de manera distorsionada al único Dios. Las formas canónicas o las fórmulas establecidas para la liturgia no son vehículos de adoración aceptables cuando se tiene en la mente y el corazón a un dios falso. La mención de la verdad podría aludir a las distorsiones doctrinales sobre la naturaleza de Cristo en el primer siglo; como las ideas de tendencia gnóstica que no reconocía la naturaleza humana, o la negación de su divinidad, que enseñaban grupos de cristianos judaizantes, como los ebionitas. Las formas de exaltación pueden ser ortodoxas pero el objeto de fe impreciso. 

La Palabra ha revelado lo que es Dios y lo que es Jesucristo, y la alabanza que se exprese se ha de realizar conforme lo que son. Cómo podría ser la adoración correcta si menospreciamos lo que el Hijo es, si le quito su gloria y hago de Él alguien que de esencia solo divina y creo que su cuerpo habría sido una apariencia, en consecuencia, no hubo encarnación real ni muerte divina en la cruz, todo habría sido una representación que creó ilusiones. Si así fuese, ¿cómo podríamos tener seguridad de salvación?, ¿cómo sabemos que el Señor entiende lo que somos la humanidad?, ¿cómo confiaremos en que existe la resurrección de los cuerpos y que la esperanza es válida? El escritor de la primera carta de Juan defiende la doctrina de la encarnación del Hijo: […] Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no…no es de Dios […] (1 Juan 4:2-3). No puede ser otra cosa.

De la misma manera, si le quitamos al Hijo el honor de su origen celestial y pensamos de Él como una criatura, le despojamos de la gloria que le proviene del Padre y estableceríamos que habría sido adoptado, no engendrado. El Apocalipsis describe la visión del canto de ángeles, seres vivientes y de ancianos, se han unido para la alabanza del culto celestial, sus voces cantan: […] Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos (Apocalipsis 5:13). Sería un grave atrevimiento si intentamos quitarle lo que le viene del Padre.

Todo lo que soy y todo lo que tengo

La adoración consiste en las expresiones de asombro, admiración, reverencia y gratitud a Dios. Según Jesús, la verdadera adoración solo puede darse en el espíritu. Por asombro nos referimos al temor reverente con que nos acercamos al Padre eterno, lo central está en el corazón humilde y la disposición de sumisión. Dios provoca en el creyente el sentimiento llamado de lo numinoso, el cual implica un aspecto fascinante porque atrae y a la vez, una sensación de lo terrible porque puede destruir si se le acerca demasiado. Muchos adoradores actuales hemos dejado de lado esta actitud, haciendo del concepto de Dios un simple mito de entretenimiento al servicio de una humanidad egoísta. 

Los elementos accesorios en la alabanza como la música, las ropas, las posturas corporales o los lugares no son definitivos para que Dios reciba las expresiones de adoración. Es la piedad reverente revestida de verdad la que el Señor recibe. Si bien, los medios externos pueden favorecer la santificación de estos actos no la pueden dar por sí mismos. La humillación proviene del interior, de un corazón contrito y anhelante de perdón, y esto solo se puede dar en aquel que reconoce su pecado y su lejanía del carácter santo de Dios y se postra arrepentido en busca de la gracia sublime.

El espacio del templo es un ambiente que favorece interiorizarnos para reconocer lo que somos y tenemos ante los ojos de Dios; mas no puede darnos lo que solo el Señor nos puede otorgar: nueva vida. La fe como confianza, esperanza y amor provienen del Espíritu que Dios nos da en la nueva vida. En razón de esto cada creyente somos un templo santo donde se honra y sirve al Dios soberano. De la intimidad espiritual emana la identidad de que somos hijos e hijas de Dios y somos convertidos en santuarios vivientes.

La verdadera adoración no es de un tiempo y un espacio sino de todo el tiempo y en todo espacio. Cuando decimos que sí al Señor, somos llamados a expresar la alabanza en la vida cotidiana del mundo, los verdaderos adoradores exaltan a Dios en todo lo que hacen, sus vidas son una profunda expresión de adoración: en la calle, en el trabajo, en el mercado, los centros de entretenimiento, en casa, en el templo y en cualquier lugar. No solo estamos frente a Dios cuando entonamos un canto con la congregación u oramos en privado, nos hallamos ante Él siempre, estamos ante su presencia sublime en todo tiempo, aunque a veces no somos conscientes de ello.

Adoramos a Dios cuando mostramos respeto por la vida del prójimo, guardamos su honor, sustentamos su cuerpo, le miramos con humildad, acariciamos con pureza, escuchamos su necesidad, atendemos su llanto y soledad. Adoramos a Dios cuando levantamos al caído, restauramos al que fracasó, alentamos al triste y al afligido. Adoramos a Dios cuando hablamos con verdad, cumplimos promesas, guardamos la fidelidad conyugal o tratamos con compasión a los niños. Adoramos a Dios cuando nos unimos a la voz de aquel o aquella que reclama justicia. Adoramos a Dios cuando decidimos vivir en honradez o cuidamos la creación de Dios, adoramos a Dios cuando damos trato decoroso a toda vida. Adoramos a Dios cuando sus mandamientos son primero, más que nuestras preferencias egoístas.

La adoración verdadera debe mantener varios criterios claves: debe estar centrada en Dios, recordemos que la audiencia que cuenta es Él. Fallamos cuando solo nos preocupa nuestro gusto musical o de estilos y no pensamos si Dios la recibe. Además, cada persona que participa en el culto lleva su disposición, afirmativa o negativa, para ser bendecido durante el mismo. También se nos muestra que, la experiencia más plena es la experiencia de la comunión. Nos unimos con otros creyentes porque es grato a los ojos de Dios (Salmo 133); nos complementamos y alentamos en el pueblo. Por otra parte, debe ser en el Espíritu, esto significa que Él mismo se adora a través de nosotros. Lo sublime es inaccesible para nosotros, pero en su voluntad seremos instrumentos de alta fidelidad.

Adoramos a Dios cuando cumplimos nuestro llamado. Todos adoramos a Dios si lo que hacemos lo hacemos para agradar a sus ojos (Colosenses 3:22). Todos y todas, ya sea que nos desempeñemos como obreros, ingenieros, médicas, amas de casa, maestras, campesinos; somos sus siervos; ningún espacio de vida está fuera de la soberanía de Dios. Adoramos a Dios cuando reconocemos que todo es suyo, que lo que tenemos lo hemos recibido por gracia y usamos los dones, recursos, conocimiento, habilidades o bienes para honrarle. Somos de Él y para Él. Él nos ha creado para su gloria. Por esto adoramos a Dios con todo lo que somos y todo lo que tenemos. ¡Tales adoradores busca Dios que le adoren!

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