Un banquete de gracia y comunión

Min. Ausencio Arroyo García

Ustedes no tienen razón para sentirse orgullosos. Ya conocen el dicho: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa.» Así que echen fuera esa vieja levadura que los corrompe, para que sean como el pan hecho de masa nueva. Ustedes son, en realidad, como el pan sin levadura que se come en los días de la Pascua. Porque Cristo, que es el Cordero de nuestra Pascua, fue muerto en sacrificio por nosotros. Así que debemos celebrar nuestra Pascua con el pan sin levadura que es la sinceridad y la verdad, y no con la vieja levadura ni con la corrupción de la maldad y la perversidad

(1 Corintios 5:6-8, DHH).

En una sociedad caracterizada por la aceleración del ritmo de vida, la celebración de la Cena corre el riesgo de convertirse en un elemento más de las comidas rápidas, el amoldamiento de las formas religiosas a las condiciones de existencia es una tentación que desvirtúa el significado esencial de esta ordenanza de Jesucristo. Para quienes dicen creer en Cristo sin pertenecer a la comunidad cristiana, o a quienes están en un momento de decepción de las relaciones interpersonales, la idea de recibir a domicilio un paquete con el pan y el vino bendecidos no está lejos de ser una preferencia y, por tanto, sería muy posible verlo aparecer en el espectro de ventas en línea.

Esta acomodación a la necesidad personal no deja de ser un recurso de autoengaño de quien piense que hace la voluntad divina. Es necesario mantener el sentido esencial de las ordenanzas bíblicas a fin de no desvirtuar su conexión con la fe. Los emblemas del pan y el vino son más que comida, son representaciones de la gracia y la fidelidad divinos, son símbolos de una presencia sagrada que actúa en favor de los seres humanos para romper las condiciones de opresión y alienación. Son, al mismo tiempo, la garantía de un futuro eterno, cuando la creación entera sea recreada y establecida en perfecta armonía con el Padre y el Hijo y entre sí, habiendo superado lo finito y frágil de esta existencia.

Una noche diferente

En la descripción rabínica del ritual de la pascua judía, cuando se llena la segunda copa, un niño pregunta: ¿Por qué esta noche es diferente? El padre contesta: «Éramos esclavos de Faraón en Egipto, y el Señor nuestro Dios nos sacó de allí con brazo fuerte y extendido y si el Santo, bendito sea, no hubiera sacado a nuestros antepasados de Egipto, entonces nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, todavía seríamos esclavos del Faraón en Egipto […] y cuanto más se cuenta la historia de la salida de Egipto, más digno de elogio es […] en cada generación, que cada uno se mire a sí mismo como si hubiera salido de Egipto y le dirás a tu hijo en aquel día, diciendo: es por lo que el Señor hizo por mí cuando salí de Egipto». (Hagada de Pesaj).

En el plan de Dios, el cordero de la pascua anticipó el sacrificio de Cristo. La revelación de la Palabra describe cómo la humanidad resiste a Dios y contraría su voluntad santa generando el distanciamiento entre ambos y entre las criaturas, por lo que su carácter justo demanda la restauración de las relaciones. Dios mismo la inicia y la hace posible. A causa del pecado todo ser humano está condenado a la muerte, tanto física como espiritualmente. Pero Dios, por su sola gracia, sin mérito humano, en un primer pacto redime por medio de la sangre de ciertos animales representativos, como un cordero; y en un segundo y culminante pacto, lo hace por medio de su mismo Hijo. El Padre eterno envía a su único Hijo a morir en lugar de la humanidad pecadora. Para que todo aquel que acepte su sacrificio redentor reciba la bendición del perdón divino. Por esto, nuestra pascua es Cristo.

Esta noche es diferente, porque Dios trajo la liberación plena. El ser humano siendo incapaz de resolver sus problemas esenciales, permanecía cautivo bajo el poder del pecado. Solo el amor sacrificial de Cristo le pudo traer al universo entero la verdadera reconciliación. Lo que parece un acto violento e insensible, constituye la expresión más profunda de amor sublime y lo que parecía la mayor debilidad divina, fue la victoria sobre todos los poderes rebeldes, Pablo escribió: y despojando a las potestades y autoridades, las exhibió en un espectáculo público, triunfando sobre ellas en la cruz (Colosenses 2:15). Para nosotros, este tiempo debe ser de inmensa gratitud por la liberación que nos ha sido otorgada como regalo del Dios de amor. Su don infinito ha pasado por alto nuestras rebeliones, perdonó nuestra arrogancia y egoísmo y nos quitó el temor.

Un banquete de gracia

La última cena de Jesús fue la mesa de los desvalidos, de los olvidados del sistema social. Como anfitrión, Jesús reunió una familia de personas marginadas, sus discípulos eran hombres que en apariencia no tenían un futuro espectacular, no tenían poder económico ni político, eran personas pobres que encarnaban a los condenados de la tierra, fue un encuentro de parias, incluyendo a Jesús, quien se encarnó entre los desheredados. En esta cena culmina la búsqueda de las comidas de Jesús, ya fuesen las cenas con pecadores adinerados o comidas en el campo con multitudes hambrientas, todas expresan la gracia que redime. El mensaje de fondo es: para Dios, todos somos hijos e hijas perdidos y encontrados, nadie será olvidado.

La mesa de la Cena no sólo se adorna con elementos de color blanco que es símbolo de la pureza, también se adorna de color púrpura (morado o violeta) como una referencia al perdón. El perdón de Dios es una decisión inesperada que recibimos los hombres y mujeres, es el acto sublime de quitar la culpa de nuestros hombros y mirarnos como inocentes. Los corazones humildes entienden que nadie es merecedor del sacrificio de amor hecho por Jesús, nadie es digno de que se le otorgue el pan de vida. Nadie tiene nada de qué presumir, ni su perfección moral ni su gran servicio.

La causa de la Cena es la gracia divina que busca salvar; pero la condición es la fe de la persona que participa. Es un encuentro de gracia y fe. Los creyentes nos acercamos a la mesa en actitud de contrición, en arrepentimiento por nuestra pecaminosidad. No hay otra manera de participar del banquete, somos invitados por un favor inmerecido; cada año somos convidados de nuevo como por primera vez, nadie llega con mérito alguno. Es la cena de los hijos pródigos quienes arrepentidos vuelven a casa. Al lado, en la mesa de invitados, se halla otro hijo o hija pródigos, todos venidos del camino contaminado, afectados por imperfección y la insensatez.

Las comidas que ocurren en la historia bíblica, generalmente sellan un pacto o la expresión de protección a una persona: Tú me preparas mesa delante de mis perseguidores (Salmo 23:5). Sin embargo; uno de los contextos que realzan el evento que puede ser tan sencillo en su contenido, es cuando expresan perdón y gracia. Uno de los encuentros del Resucitado con sus discípulos ocurrió junto al lago, donde Jesús les ofreció un almuerzo, entre ellos estaba el atormentado Pedro. Pedro había pasado horas de aflicción, había sido débil en la hora de la prueba, ¿cómo vería a los ojos de nuevo a su maestro? Esa comida, en la mañana a la orilla del lago, fue la señal de restauración: “sin reproches ni condenas”; “empecemos de nuevo, pero esta vez será mejor”.

Hace años, el día de la Cena solíamos cantar: «¡Si fui motivo de dolor Oh Cristo, si por mi causa el débil tropezó, si en tus pisadas caminar no quise… ¡Si vana y torpe mi palabra ha sido, si al que sufría en su dolor dejé, perdón te ruego mi Señor y Dios!». De cuántas cosas nos arrepentimos, sin lugar a dudas. La Cena es tiempo de contrición, pero lo es sobre todo de aceptar la gracia del perdón. Solo después del dolor espiritual puede brotar el gozo verdadero, el gozo que perdura viene de la certeza del perdón y la restauración. Representa la experiencia de fe que acepta la mano invisible de Dios en la historia de salvación. El reavivamiento personal no se encontrará en la forma del culto sino en la profundidad de la experiencia. No está en el orden del ritual ni en las palabras litúrgicas empleadas en él, tampoco en las luces del altar o la vestimenta personal, se halla en la conciencia de la presencia personal de Jesucristo.

Nadie va a la mesa solo

Los banquetes romanos del primer siglo consistían de dos momentos claves, la cena propia que consistía del consumo de alimentos para todos los asistentes y el convivio posterior para el grupo de hombres selectos que incluía el consumo de vino y los debates sobre temas filosóficos o políticos, así como la presencia de músicos y espectáculos diversos, en ellos prevalecían las jerarquías sociales y el uso de esclavos y prostitutas.

El peligro que el apóstol Pablo observa en la iglesia de Corinto es la trivialización de la Cena del Señor, haciendo de ella un encuentro de valores mundanos, de pretensiones de privilegios y preservación de jerarquías sociales. En las fiestas de “agapei”, convivios de amor cristiano, ligadas a la participación de los elementos de la Cena del Señor, había quienes se creían con el derecho de los mejores asientos y las mejores comidas. La comunión de la Cena es una comunión de iguales, ante Cristo desaparecen las jerarquías. En este acto, todos los miembros nos sentimos identificados con la realidad espiritual de ser iglesia. La Cena del Señor es más que un encuentro de personas con historia común, es un encuentro de quienes, además, tienen un futuro eterno juntos.

Lo que sucede en las comidas, revela el carácter de los comensales. Al parecer algunos miembros de la iglesia en Corinto asumían que el solo hecho de participar de los emblemas les era confiable para una vida feliz y un futuro eterno. La enseñanza de Pablo a la iglesia de Corinto resalta la direccionalidad de evitar las comidas paganas de las casas o los templos, les prohíbe participar de las festividades de la ciudad: […] no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios (1 Corintios 10:21). En este capítulo Pablo refiere que el carácter de Dios es inalterable a lo largo de los siglos, como fue en el pasado así es hoy, su santidad es incuestionable y si se participa de los emblemas con las actitudes equivocadas persiste la misma amenaza: […] Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto (10:5). ¿Sacrificará alguien la unidad del cuerpo de Cristo por las preferencias sociales egoístas y por comer lo que le agrada?

Los paganos creían que al participar de los elementos de sus festividades podrían recibir beneficios concretos inmediatos, como protección, virilidad, sanidad, prosperidad, y muchos otros. Pero las observaciones del apóstol indican que los elementos no tienen poder en sí mismos, aunque lleguen de manera milagrosa como el maná o el agua en el desierto, nada asegura salvación o inmortalidad por sí mismo. Su visión mágica estaba lejos de la realidad del concepto bíblico. La búsqueda de transformación no es de los elementos sino de las personas. La participación de la Cena es un impulso de transformación de la conciencia personal fundamentada en la presencia del Señor resucitado. Lo esencial no está en la forma o los elementos concretos sino en la fe de los participantes.

La pasión por una iglesia sin mancha ni arruga puede llevar a una práctica legalista en la Cena del Señor, se delimita quién participa y quién no, y se exhibe a determinadas personas por sus condiciones, se promueve el miedo a no ser dignos. La actitud de discriminar a algunos creyentes porque son diferentes y menospreciar su calidad de fe es poner en duda su pertenencia al cuerpo de Cristo. En un cuerpo, hay elementos sencillos pero que son relevantes para el conjunto; por lo cual nadie debe menospreciar a ningún miembro. Pablo condena el clasismo de los corintios que se creían “espirituales”, pretendían hacer de su don de lenguas (glosolalia) un don celestial, discriminando a los que no lo tuvieran.

Cuando nos miramos con orgullo, creyéndonos merecedores de los bienes eternos, miramos de soslayo y con menosprecio al hermano o la hermana diferentes, si nos comparamos ante quienes no tienen los mismos dones que nosotros tenemos, o no tienen las características ni las condiciones que consideramos buenas o superiores, como las que sentimos tener, segregamos y con ello rompemos la comunión del cuerpo de Cristo. Un cuerpo es una diversidad de órganos entrelazados donde todos los miembros, sencillos o complejos, tienen una función vital. Ningún órgano aislado es un cuerpo en sí mismo, sólo somos cuerpo en relación de interdependencia. Porque el que come y bebe sin considerar a los que forman el cuerpo del Señor, se condena a sí mismo (1 Corintios 11:29, PDT).

Los emblemas del pan y el vino (jugo de uva) son para aquellos que entiendan su significado, participen con reverencia del acto y mantengan la comunión con el Señor y el cuerpo espiritual de Cristo. El evento de la Cena es un banquete impregnado de gracia incondicional y santidad de vida.

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