Fe, religiosidad y cultura

Por: Hno. Jesús Alfredo Trejo Treviño

Introducción

La revisión del tema de la fe, nunca dejará de ser una cuestión relevante para la praxis cristiana; por ello siempre será útil repensar lo que ya sabemos sobre ella. La Escritura señala enfáticamente: Sin fe no hay encuentro con Dios (Hebreos 11:6); quizá porque el encuentro con el verdadero Dios también precisa de una fe verdadera. 

En primer lugar debemos anotar que la fe usa dos vehículos principales para expresarse: (1) La espiritualidad y (2) la religiosidad. Y aunque espiritualidad y religiosidad están relacionadas, evidentemente no son lo mismo.

La religiosidad se compone de todos aquellos estereotipos que ayudan a “materializar” la fe y cuyo objetivo primordial es exteriorizar la piedad y la devoción hacia Dios (oración, ayuno, lectura de la Biblia, los cantos, etc.). Y en su caso, la religiosidad individual o comunitaria, es una forma de expresión de la fe que va amoldándose a los condicionamientos de la época; es decir, puede ir cambiando según el contexto cultural inmediato.

Por otro lado, la espiritualidad es como una brújula interna en la persona, la cual se compone principalmente de valores y convicciones esenciales que constituyen la guía para el comportamiento del creyente. Valores como el amor, la solidaridad, el perdón, el servicio, la justicia, la bondad, la verdad y otras similares, son elementos que fundamentan la espiritualidad. Pero al contrario de la religiosidad, la espiritualidad se mantiene intacta todo el tiempo, no cambia ni se condiciona por nada. Sin embargo, lo importante es que tanto la espiritualidad como la religiosidad se mantengan siempre perfectamente alineadas respecto a la fe.

Luego entonces la fe es la base tanto para la espiritualidad como para la religiosidad, pero ¿cómo debe entenderse la fe? Y ¿cómo debe comprenderse la vinculación de la fe con aquellas? Para dilucidar sobre este asunto, debemos remontarnos hasta la época del primer siglo, justo cuando estaba gestándose el nacimiento del movimiento cristiano; y justo cuando una figura dominaba el pensamiento y las prácticas religiosas de aquél entonces: La figura de Moisés. 

Moisés fue el instrumento por el cual Dios otorgó su ley al pueblo elegido. De manera que, en tiempos de Jesús, la existencia y todas las prácticas giraban en torno al cumplimiento de esa ley dada por Dios.

Pero ya desde sus comienzos el cristianismo buscaba cómo establecer una conexión entre el seguimiento a Jesús el Mesías y todas aquellas antiguas tradiciones que componían su grandiosa herencia. Para ello tenían que buscar una figura a la cual anclarse; una figura que sumara en la construcción de su identidad en Cristo, aunque nunca alejados del mismo y único Dios verdadero. 

Y como el tema de la fe se constituyó como un elemento central esencial para la vida de la nueva comunidad, entonces encontraron en Abraham a la figura que necesitaban, y desde allí, desde la experiencia de Abraham, pudieron conectar el seguimiento a Jesús el Mesías con aquella gran herencia en común.

Abraham, el prototipo de la fidelidad a Dios

Sin duda el patriarca Abraham constituye un prototipo/modelo para la fe; es decir, esa actitud confiada y segura de abandonar la existencia en las manos de Dios. De hecho, con Abraham se abre el camino para lograr una auténtica experiencia de Dios; una experiencia genuina que no nace de la ley sino solamente de creer confiadamente a la promesa de Dios. Y aunque ciertamente la ley vendrá después, en Abraham la experiencia de fe ya ha nacido, ya ha tenido lugar. Y esa fe auténtica (fe como la de Abraham) reclamará su lugar y preeminencia en cualquier época posterior.

Pero la fe es mucho más que algo intelectual o conceptual. Tener fe es ser fiel, pues esencialmente se trata de una experiencia que incluye el creer y el obedecer.

¿Por qué Abraham?

Abraham es un personaje clave en la tradición cristiana transmitida en los Evangelios. Y aunque son varios los personajes del Antiguo Testamento que tienen relevancia en la tradición evangélica, tres son los que tienen prominencia para la significación del ministerio de Jesús: David, Abraham y Moisés. Estos tres personajes impactarán la tarea de Jesús, pero cada uno lo hará de manera distinta: 

1. Moisés porque mayormente representa la data y promulgación de la Ley.

2. Abraham porque representa la promesa divina de bendición universal.

3. David porque marca el linaje del cual nacería el Mesías prometido.

Ahora bien, la prominencia del personaje Abraham se destaca en el Nuevo Testamento, y con especial énfasis en la obra lucana; es decir, tanto el evangelio de Lucas como el libro de los Hechos, señalarán la íntima conexión entre la salvación y el cumplimiento de la promesa abrahámica; un tema desarrollado ampliamente también en la teología paulina.

En la perspectiva cristiana, la fe de Abraham viene a ser el prototipo/modelo para toda persona que aspira a encontrar un sentido de vida más allá de los esquemas religiosos y culturales provistos por el medio ambiente. Porque dentro de ese horizonte de la fe genuina, Abraham y Jesús vienen a ser hombres universales, pues encarnan una experiencia de Dios que se vuelve el paradigma para cualquier ser humano sobre la tierra.

Al observar el proceso de fe de Abraham, debemos notar varias cosas:

1. Abraham es llamado cuando él mismo ya había vivido la mayor parte de su vida arraigado a sus propias tradiciones, creencias y costumbres. Pero aun así fue invitado por Dios para descubrir algo más allá de solo eso. Dios elije a Abraham, a pesar del gran legado cultural y religioso al que pertenecía. Veamos algunos aspectos del trasfondo cultural de Abraham:

a. Ur de los Caldeos, fue un importante centro urbano de la civilización Sumeria que data aproximadamente del año 4,000 a. C.; y cuyos vestigios fueron localizados por los arqueólogos a unos 300 kilómetros de Bagdad, en el actual país de Irak. Sus ruinas comenzaron a excavarse a principios del siglo pasado, y ahí los investigadores descubrieron una construcción religiosa denominada zigurat, que era una especie de torre donde los antiguos sumerios ofrecían sus ofrendas a sus dioses.

b. Una de las formas de adoración que tenían los pastores sumerios para venerar a sus dioses, era ofreciendo y quemando animales de rebaño sobre lugares altos.

c. Los sumerios también eran muy aficionados a la astronomía y a la numerología (para ellos el número 12 tenía un significado muy importante); y en sus observaciones, los sumerios se percataron de que el movimiento del sol en su ciclo anual cruzaba por el zodiaco, así que las doce “casas” del zodiaco se convirtieron en los doce meses que componían el ciclo anual; y el curso de un día entero lo dividieron en dos grupos de 12 horas, obteniendo así el total de 24 horas que componen el día actual; y también dividieron cada hora en 60 minutos.

d. Con el progresivo desarrollo de la religión, fue en el ritualismo sumerio donde comenzaron a establecerse los primeros clanes o familias sacerdotales, las cuales adquirieron notable relevancia como funcionarios únicos y especiales en la intermediación con sus dioses.

2. Pasando a la experiencia de Abraham observamos otra peculiaridad, tal fue el desafío del desarraigo: “Sal de tu tierra y de tu parentela”. Sin importar la edad, Abraham es desafiado a construir una nueva identidad; y Dios no solo le cambia el nombre sino también le habría de impulsar hacia una serie de experiencias que le harían entrar en crisis; sin embargo, de toda esa dificultad experimentada por Abraham emergería la fe y la verdadera dependencia y confianza en Dios. Y por eso Dios mismo se expresaría de Abraham como “mi amigo” (Isaías 41:8).

3. Pero la obediencia incondicional de Abraham le traería una doble recompensa: Primero, la recompensa de corto plazo que era la de tener descendencia (el anhelado hijo para su amada, aunque estéril esposa); y segundo, la recompensa de un bien superior y eterno, un bien inalcanzable por cualquiera de los méritos humanos: Yo, el Señor, bendeciré a todas las familias de la tierra; y me conocerán como su Dios y yo les cuidaré como mi pueblo (Génesis 12:3; 28:14).

Por lo anterior (y en la conformación de la identidad del pueblo israelita), no es accidental que la experiencia de fe de Abraham y la promesa de bendición universal antecedan a la promulgación de la ley y a todo el posterior y complejo sistema religioso. De este modo, puede entenderse claramente que la experiencia de fe deba ser considerada como precedente y base para cualquier esquema religioso posterior, y no al revés.

Así entonces, la fe de Abraham, es decir, la confianza básica e incondicional en Dios, es lo que realmente desencadena la posibilidad de conocer al Dios verdadero, y lo único que permite experimentar la gracia divina; gracia no alcanzada por la intermediación de ningún acto religioso sino solamente por esperar en Dios y creer a Su promesa; una verdad predicada insistentemente por los profetas, y una verdad que siglos más tarde el gran apóstol Pablo conceptuaría y desarrollaría como “justificación solo por fe” (Romanos 1:17; 4:16).

El legado de Abraham y la conformación de la identidad cristiana

La fe entonces resulta el ingrediente especial y básico para las relaciones con Dios. Por ello, Jesús una y otra vez destacó el valor profundo de la fe a sus oyentes y a toda persona que acudía a Él para obtener la sanidad, el perdón y la restauración.

¿Cómo podríamos entender el ministerio de Jesús, si este no estuviera asociado con una experiencia auténtica de Dios; con una dependencia incondicional y guiada por la fidelidad y obediencia hacia el Padre?

Pero el actuar de Jesús nos muestra todos los efectos prácticos de la fe verdadera:

– Celo por Dios y por cumplir su voluntad (un celo claramente opuesto al de los fariseos).

– Un amor y entrega incondicional a Dios, reflejado en una apertura ilimitada hacia todo ser humano.

– Una unidad y solidaridad que rebasa cualquier tipo de frontera (racial, social, cultural).

Entender bajo estas directrices el acto de fe mostrado por Jesús, es aprender a liberar la fe de todos los condicionamientos habituales; porque la fe genuina es un acto tan puro, que nunca puede quedar atrapada por las tradiciones, los esquemas religiosos, la geografía, o la etnia. Pues la necesidad que nos lleva a conocer y experimentar lo trascendente, brota como una experiencia totalmente íntima, consciente y personal. Y dicha experiencia, repetimos, está al alcance de cualquier ser humano. Porque la fe contiene ese matiz de gratuidad, la gratuidad de que Dios se ha querido mostrar y entregar en la persona de Jesús el Mesías: Puestos los ojos en el autor y consumador de la fe (Hebreos 12:2).

La Iglesia y el reto actual de fructificar en la verdadera fe

Hoy la iglesia está obligada a descubrir el balance entre fe, espiritualidad y religiosidad. Y para emprender dicha tarea eficazmente, debe hacerlo en comunidad. Porque la esencia de ser iglesia es actuar siempre en comunidad.

Pero la Iglesia no debe caer en el mismo error del pueblo israelita y pensar en apropiarse de Dios y de su gratuidad. Debemos aprender que la experiencia de la fe en Dios no tiene patente; la fe en Dios fue algo que el judaísmo no pudo apropiarse o monopolizar; y quizá el cristianismo tradicional tampoco podrá hacerlo. Porque la fe es un regalo que Dios da a todo ser humano, sin importar raza, geografía o época. Y ciertamente se cumplirá lo dicho por Dios al patriarca Abraham: En ti bendeciré a todas las familias de la tierra.

Por lo tanto, como Iglesia no debemos convertir a la evangelización en un proceso de inculturación religiosa, o en un proselitismo superficial. Porque la tarea principal de la Iglesia es provocar en las personas el descubrimiento de la fe auténtica y la experiencia viva y real del verdadero Dios. 

Para ello, como Iglesia siempre debemos renovarnos y examinar constantemente nuestras costumbres y formas, y preguntarnos si tales nos acercan más a Dios o simplemente nos mantienen ocupados. Evitemos quedar atrapados por la costumbre y la rutina. Pues persistir en una actitud mecánica y rutinaria aumentará el riesgo de caer en una práctica religiosa que solo terminará por ser enajenante.

Si la experiencia de la fe no produce fruto evidente y palpable, entonces ¿dónde quedará el sentido de “ser iglesia”? Sigamos adelante inspirados en el modelo por excelencia: Jesucristo. Pues Jesús es el balance perfecto entre fe, espiritualidad y religiosidad.

Conclusión

La fe verdadera, la fe pura, es experiencia, es cambio, es renovación continua y progresiva; es la vivencia real de la revelación bíblica. La fe pura es fruto, es crecimiento, es madurez, es encuentro con Dios. La fe pura es sensibilidad con el prójimo y es espiritualidad auténtica. Es, en suma, cristianismo real.

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