La mejor herencia

Min. Josué Ramírez de Jesús

Uno de los momentos más trascendentales en el ciclo de vida familiar es la muerte de los padres. El padre y la madre son la autoridad en la familia, su presencia e intervención son clave en el desarrollo de los niños, son la figura de apoyo y seguridad, quienes afirman la identidad de los hijos y permiten que adquieran mayor autonomía e independencia.  

Desde la antigüedad ha existido la preocupación de transmitir a los hijos un patrimonio que asegure su capacidad productiva y reproductiva. En el Antiguo Testamento observamos la importancia de designar de entre los hijos a un heredero que perpetúe el linaje paterno, reciba la totalidad de la herencia, la subordinación del resto de los hermanos y asista a los padres durante su vejez. 

El tema de la herencia ha sido un hilo conductor en la historia bíblica. Desde Abraham hasta Jesús, y a nosotros como coherederos.

Luego vino a él palabra de Jehová, diciendo: No te heredará éste, sino un hijo tuyo será el que te heredará (Génesis 15:4). […] Dios le prometió todo al Hijo como herencia y, mediante el Hijo, creó el universo (Hebreos 1:2b). Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo (Romanos 8: 17a).

Si pensáramos que cuando la Biblia habla de la herencia se refiere única y exclusivamente a la tierra y los bienes materiales estaremos considerando que son el bien supremo al que debemos aspirar para proveer a la generación posterior. Sin embargo, en las Escrituras existen tres raíces hebreas que sirven para dar cuerpo al concepto de herencia en el Antiguo Testamento: yaras, nahal y halaq.

Yaras: Se refiere a tomar, entrar y suceder en la posesión. Implica la transferencia de una propiedad que antes tenía otro dueño. Se emplea, por ejemplo, en la conquista de Canaán por Israel. 

Nahal: Se refiere a poseer a título de patrimonio un bien de carácter durable y permanente. El sujeto beneficiario es un pueblo, tribu o clan, no un individuo aislado. Se emplea, por ejemplo, al hablar de los recursos de que dispone un pueblo. 

Halaq: Se refiere a repartir y dividir una adquisición que se ha hecho en común. Se emplea, por ejemplo, en el reparto de un botín de guerra o el reparto de la Tierra Prometida.  

En la cosmovisión de los pueblos vecinos a Israel el tema de la herencia estaba ligado a la tierra, y en el vínculo entre el dios y el territorio habitado por un grupo humano. Tomar la posesión de la tierra significaba participar de la herencia que su dios le daba al pueblo independientemente de quien fuera. Este pensamiento descansa en la creencia de que cada dios posee un dominio determinado.

La concepción religiosa de Israel es diferente a la de los pueblos vecinos. Dios no aparece vinculado con la tierra que promete, de hecho, acompaña al pueblo en su peregrinaje. Su vinculación con el pueblo es por pura gracia, voluntaria y libremente. 

Hay un único texto anterior a los profetas que designa la tierra como herencia (Éxodo 15:17). La expresión “monte de tu heredad” designa más directamente al Santuario, símbolo de la presencia por la que Israel es pueblo de Dios. 

En la teología del Pentateuco y los Profetas se confirma que la herencia (Nahal) de Dios es un pueblo, no un territorio. 

En la narración bíblica encontramos a profetas hablándole a un pueblo que tenía tierra y prosperidad, pero era injusto. Oseas le habla a un pueblo en gran prosperidad material (12:8-9). El pueblo posee la tierra, pero no le provee alegría ni contentamiento por eso la impiedad e idolatría crecieron al mismo tiempo. Por eso Dios va a retirar sus dones como castigo a las faltas de Israel, porque la verdadera tierra que nos manda a cultivar es la justicia, el amor y la búsqueda de Él. 

A medida que la Revelación y los acontecimientos hagan descubrir a Israel que no puede saciarse con ningún bien material, la idea de la herencia se espiritualizara paralelamente a la idea de felicidad. La herencia es un bien que puede llenar el corazón humano. Solo aquellos para quién el amor de Dios es el bien supremo pueden beneficiarse. 

La situación de los Levitas nos muestra claramente que la herencia no está solamente ligada a la tierra. No recibirán herencia como sus compatriotas, ya que su herencia es el Señor, como él lo ha dicho (Deuteronomio 18:2, DHH). En un principio se entiende aplicado solamente a un grupo, pero progresivamente acaba por aplicarse al pueblo entero. 

Esta comprensión alcanza su pleno sentido en el momento en que la tierra de Canaán, es quitada del pueblo de Dios, El Señor es mi herencia, por lo tanto, ¡esperaré en él! (Lamentaciones 3:24).

El exilio de Babilonia supuso, en cierto modo, el final de una época, ya que le hace experimentar al pueblo de Dios la posibilidad de vivir una vida religiosa y profunda, sin lo que pensaba indispensable: la posesión de la tierra. Eclesiastés también muestra que el corazón del hombre no puede llenarse con bienes materiales por abundantes que fuesen (2:11). 

El progreso de la Revelación sobre el tema de la herencia prometida nos lleva a afirmar que esta no es otra que la misma intimidad con Dios. Quien tiene a Dios en el corazón y vive en intimidad con Él, anticipa en cierto modo, la herencia que recibirá en el mundo venidero. 

Esta concepción espiritual de la herencia constituye el terreno donde germinara la Revelación de Jesucristo. La herencia que Jesús anunciaba iba a sobrepasar infinitamente las esperanzas más profundas. Cristo será heredero único de las promesas de Dios, pero todos los creyentes coherederos con Él. 

¿Qué padre o abuelo no quiere ver a sus hijos en una relación plena e íntima con Dios? Para que esto sea una realidad, debemos afirmarnos en el entendimiento de que una generación no puede limitarse a heredar a la posteridad bienes materiales, sino un patrimonio de fe, afectivo, moral y religioso adecuado. 

La fe no se hereda de manera genética, no se contagia como alguna enfermedad, ni tampoco se trasfiere como una mera información de vagos conocimientos. La fe no es un sistema de ideas, sino una vida que se ha de compartir y comunicar. Es una experiencia personal, un don de Dios que se recibe en libertad y define lo que uno es y será. 

En sentido estricto la fe no se hereda, es una opción personal. Pero si requiere mediadores: la familia y la Iglesia. 

Las familias pueden esperar a que sus hijos personalmente den el paso a la fe, sin proveerles experiencias plenas y sanas. Ni las iglesias pueden esperar a que los creyentes maduren por sí mismos sin ofrecer modelos de comunidades vivas. Mucho menos instalados en sus actividades, orando y esperando a que llueva del cielo el relevo generacional. 

La mejor herencia que se puede dar a las siguientes generaciones consiste en favorecer el acontecimiento del encuentro con Dios. Siendo conscientes de que: «no se nace cristiano, nos hacemos cristianos». Y los cauces para colaborar al surgimiento y crecimiento de la fe en las nuevas generaciones son básicamente la familia cristiana y la Iglesia. De esto tenemos testimonio desde los primeros siglos de la era cristiana.  

Para transmitir la fe necesitamos comunidades vivas de referencia que harán nacer testigos, que llevados por procesos serios de discipulado los conduzcan a tomar decisiones existenciales. Por eso resulta urgente reforzar la identidad cristiana, nuestra tarea educativa consiste, principalmente, en ayudar a los jóvenes a encontrar al Dios verdadero para que, llevados por la gracia, se enamoren de Él. La vida familiar y eclesial son los ámbitos privilegiados para la vivencia y comunicación de la fe. 

Bibliografía:

Dreyfus, F. (1957). El tema de la Herencia en el Antiguo Testamento. Revista de Ciencias Filosóficas y Teológicas, 42, 3-49.

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