EL MATRIMONIO Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Hace ya unos veinticinco años, cuando mi esposa y yo iniciamos nuestra amistad, fuimos invitados por su compañera de trabajo a su casa para una reunión de amigos que tenía planeada. Sin saber de qué se trataba, al llegar nos dimos cuenta que era una reunión de estudio bíblico a lo que llamó «Célula». Fue la primera vez que escuchamos este término para lo que nosotros llamamos Grupos Familiares. Cuando llegamos, algunos de sus vecinos ya habían estaban allí para orar y escuchar un mensaje. Dentro de las actividades propias de la reunión, quien dirigía la palabra tomó a Verónica y a mí, quizá pensando que éramos pareja y comenzó a orar para que Dios nos diera un propósito en sus planes. Fue la primera y última vez que vimos a este predicador. Hace unos meses, mi esposa me recordó sobre ese momento que habíamos experimentado y que en lo personal casi lo había olvidado, ella había atesorado este momento entre sus recuerdos como el primer día que alguien oró por nosotros. Su oración había tenido el propósito de ponernos en las manos de Dios para el camino que hasta hoy hemos recorrido. Después de tres años de noviazgo y veinte de matrimonio, puedo concluir, por la fuerza de la evidencia, que la mezcla de la misión de Dios y los aspectos particulares de nuestro matrimonio, han fortalecido nuestra unión.

No es fácil lograr un matrimonio estable y duradero si no se va más allá de los roles del hogar; los compromisos con los hijos; y tratar de mantener la llama del amor. Si no se tiene un propósito que sea trascendente y en el que todos estemos incluidos no sé cuántos de los matrimonios que continúan estarían en estas mismas condiciones. La vida de Iglesia no se ejerce en solitario, es más, ningún propósito debería seguirse solo si se quieren lograr las metas propuestas. El evangelio abarca a familias enteras, así está diseñado desde los términos bíblicos del Nuevo Testamento para la relación de Dios con los creyentes donde somos colocados como Padre–Dios–e hijos–nosotros–. Observamos además cómo entre los primeros conversos de la iglesia se dieron transformaciones integrales entre familiares y amigos cercanos que trabajaron juntos como Bernabé y Marcos (tío y sobrino), Priscila y Aquila (esposos), o que se convirtieron juntos a la invitación del evangelio como Cornelio y su familia, o el carcelero de Filipos y su casa (familia). Y si a todo esto le agregamos que el Antiguo Testamento trata predominantemente sobre la creación de un pueblo a partir de familias patriarcales y que éstas en lugar de dispersarse se entrelazaron con un propósito indivisible y sustentado por la fe, podremos dimensionar el valor que el matrimonio y la familia adquieren en la encomienda de Misión.

La fe se vive en familia y cuando alguno de los miembros falta, escuchamos el clamor de los padres porque sus hijos sean alcanzados por Cristo. Es por ello que debemos recuperar el sentido familiar de la misión e involucrarnos desde el matrimonio para alcanzar a otros esposos y otros hijos para el Señor. No podía ser diferente si tratamos de construir y articular esta comunidad de fe llamada Iglesia. Desde el mismo Jesús vemos cómo su familia tomó un papel principal en su infancia, realizando las tradiciones propias de su vida de fe, y en su ministerio no faltó su madre que le acompañó entre sus discípulos y que seguramente fue parte de la naciente Iglesia en pentecostés. Entre la población de nuestra Iglesia podemos observar un fenómeno sobre el crecimiento numérico, y es que, entre las familias que viven en etnias de ascendencia indígena, cuando se convierten los padres es casi seguro que se convierta toda la familia, incluyendo muchas veces a la familia extendida. El individualismo de la población urbanizada que es donde mayoritariamente tiene presencia la Iglesia en la república mexicana, ha hecho que esposos lleguen solos a la iglesia, ya sea sin sus hijos, o sin su cónyuge. Que bendición es observar a familias completas que llenan un espacio en el culto, donde todos sus integrantes participan y son un buen testimonio para quienes llegan por primera vez, promoviendo así un trabajo de integración para los nuevos que han sido alcanzados.

El papel de los matrimonios en la misión de la Iglesia consiste en recuperar el espíritu de la familiaridad que nos distingue, porque no hay testimonio de conexión con Cristo más contundente para quienes nos visitan, que ver familias enteras transformadas por el poder de la Palabra. Familias que se instruyen y que crean una red de relaciones irrompibles por una fuerza más grande que la que da el parentesco sanguíneo. Hemos sido rescatados por gran precio, el precio de su amor, de su misericordia. Tenemos un vínculo no solo entre nosotros sino con todo aquel que ha transitado el camino de la fe, una fe que en muchas familias ha sido heredado desde los abuelos y que seguirá mientras le demos valor a la comunión de esta red de familias. Tomemos consciencia a tiempo y comencemos desde el matrimonio a trabajar juntos integrando al resto de la familia por la consolidación de una iglesia má fuerte que trascienda más allá nuestras convicciones individuales, compartamos la fe en familia, participemos juntos con alegría de nuestras reuniones haciendo notar al mundo inconverso que ¡Ha llegado la salvación a toda nuestra casa!

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