Un templo caminante

Min. Ausencio Arroyo García

Acérquense al Señor Jesús, quien es la piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y de mucho valor ante Dios. Ustedes también son como piedras vivas que Dios utiliza para construir un templo espiritual. Ustedes sirven a Dios en ese templo como sacerdotes santos, y por medio de Jesucristo ofrecen sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pedro 2:4-7).

En lo más profundo de la mente humana se tiene la nostalgia de un paraíso perdido, es la sensación de haber sido arrancados del espacio seguro donde se pueda crecer y cumplir los mejores anhelos. Para muchos, ese lugar lo podemos encontrar aquí y ahora, ya sea en un sistema económico político o en un estilo de vida que consiste en disfrutar el mayor placer posible; sin embargo, la enseñanza cristiana no promete un paraíso presente, sino que es una promesa del futuro. En la era actual ningún modelo de sociedad será lo suficientemente justo ni bueno ni duradero para hacer real toda la vida buena de Dios para todos. La fe nos orienta hacia una nueva realidad en una nueva creación, un mundo que viene de Dios, sin corrupción, sin dolor ni muerte, un mundo donde se establece la justicia y reina la paz.

En esta búsqueda, la iglesia es vista como peregrina y extranjera al mundo, no al planeta sino al conjunto de valores y poderes que determinan la existencia. La primera carta de Pedro se dirige a una familia espiritual dispersa sobre la faz de la tierra, lo cual no deja de ser chocante a las expectativas humanas, ya que los elegidos no tienen hogar, el Padre no les ha brindado una casa estable y son migrantes permanentes, siempre en el camino, sin alcanzar el lugar final de reposo.

En busca de un Santuario

Como un pueblo peregrino en pos de la “nueva tierra y nuevos cielos”, una expresión que anuncia la recreación de Dios, no tenemos lugar sagrado al cual aferrarnos. No hay ciudad ni montaña o río, no hay roca o árbol que nos conecten con lo sublime y eterno. Así como en la travesía del desierto el pueblo de Dios recibió el tabernáculo como signo y evidencia de la presencia de Dios entre ellos, nosotros tenemos el tabernáculo de nuestro cuerpo que es el altar en el cual ofrecemos sacrificios de alabanza y de amor al Señor de todo y de todos. El altar por excelencia no es el lugar de reunión de la congregación, puesto que no es más santo ni más relevante que el corazón de cada creyente.

Jesús, más que honrar lugares o fechas, dignificó personas. Recuperó la belleza, impresa desde la creación, en aquellos que se hallaban afeados por el pecado o la enfermedad, liberó a quienes eran víctimas de relaciones de opresión, enalteció a los olvidados y marginados, abrazó con ternura a los desvalidos, miró con gracia a los fracasados. Y allí, en las calles, a la orilla de los caminos y en los rincones de los hogares aparecieron altares humanos. En los tocados por Jesús hubo respuestas a la gracia: saltos de alegría, cantos de testimonio, cuerpos limpios, manos generosas y muchas alabanzas a Dios. Hizo que cada vida, que cada persona, se convirtiera en un templo de adoración.

En esta línea, Pedro les indica a los creyentes: […] como piedras vivas, sean edificados casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pedro 2:5).

La grandeza de esta idea pasa por la condición de los destinatarios de la carta, son perseguidos por causa de la fe, se hayan socialmente marginados, sin poder económico ni político, son desheredados del mundo. Mas ellos, son elegidos y beneficiarios de un don mayor. Según la previsión de Dios han sido apartados por el Espíritu y rescatados por medio del sacrificio de Jesucristo, aunque sus condiciones sean tan desfavorables, son un linaje especial por medio de quienes Dios extiende su reino de luz.

Es la obra de Cristo en nosotros la que nos convierte en altares de adoración, su sangre ha purificado nuestras vidas y hemos sido santificados en el poder del Espíritu. Solo entonces, somos llamados a presentar ofrendas espirituales al Señor. El escritor afirma esto, habiendo hecho previamente cuatro exhortaciones a los lectores, y estas constituyen evidencias de ser partícipes del plan de salvación.

Llamados a ser la diferencia

Tengan esperanza (1 Pedro 1:13). La realidad que experimentamos determina nuestra manera de ver y de tomar decisiones. El apóstol nos confronta para mirar más allá del momento o de las circunstancias, para no dejar que las pérdidas o la falta de prosperidad nos alejen de las promesas. Es necesario enfocar en lo relevante, afirmar la mente y el corazón en aquello que permanece hasta la venida del Señor cuando nuestra salvación será completa. No cambies las bendiciones eternas que recibirás por el placer temporal. Un creyente entiende el futuro y deja lo que estorba a fin de poseer lo que es eterno.

Vivan en santidad (vv. 14-16). La relación con Dios transforma nuestro carácter, nos provee las virtudes que no teníamos y desarrolla la mejor versión de lo que podemos ser. Alcanzar la santidad no es por medio del esfuerzo personal para que se convierta en mérito, sino que es el cambio que Dios, por medio de su Espíritu, realiza en nuestra conciencia y corazón. En su poder cambia lo que somos, de pecadores perdidos a hijos restaurados, nos fortalece para dejar lo que es ajeno a su voluntad y para lograr la bondad y justicia conforme a su naturaleza.

Teman a Dios (vv. 17-21). Dios está por arriba de todo y de todos, Él gobierna y determina sobre las cosas y la vida, como seres humanos admitimos nuestra condición frágil y deficiente; y aceptamos nuestro lugar en el universo y los planes divinos, ante esto, nuestra respuesta debe ser de reverencia y sumisión. Pero, hemos sido distinguidos con la bendición del sacrificio del Cordero, planeada desde antes de la fundación del mundo. El temor a Dios está basado en el reconocimiento de la liberación que ha hecho y el elevado precio que pagó por cada uno. Lo mejor que somos y tenemos, todo se lo debemos a Él. 

Ámense unos a otros (vv. 22-25). Nadie puede ser un auténtico cristiano solo, aislado. El carácter que recibimos de Dios lo ponemos en práctica en la comunión con los otros, cada uno es una piedra viva con la cual se edifica la casa espiritual. El discípulo Simón fue llamado Pedro para describir la función que Dios le dio en su iglesia. Ser una piedra junto con los demás, para conformar el santuario viviente. 

Cómo podemos ser altares vivientes

Deja que Dios sea Dios. Un lugar de adoración se levanta para reconocer la majestad divina. El Dios de la Biblia, no está supeditado a ningún lugar, ni presente ni pasado; más bien, Dios busca estar en el trono del corazón del creyente. Cuando Él es el centro de nuestra existencia, es el fundamento de los valores y prácticas y permitimos que gobierne los diferentes ámbitos de vida, solo allí es honrado y proclamado. En realidad, solo creemos aquello que obedecemos. Si decimos que Dios es nuestro Dios, entonces es Señor de nuestras costumbres, deseos, palabras, compromisos y voluntad, entonces y solo entonces nuestra persona es un altar santo.

Da lo mejor que tienes. Así como el Padre entregó la vida de su Hijo para nuestra salvación; espera que, en reconocimiento a este regalo, cada uno ofrezca lo mejor que tiene o puede lograr, en este altar viviente no deben presentarse ofrendas a medias ni engañosas o para recibir el reconocimiento humano. En el altar viviente se ofrecen sacrificios espirituales, de corazón limpio y de gracia, sin pretender el aplauso o la ganancia sino en expresión de gratitud por ser objetos del amor de Dios. Estés donde estés, que tu persona sea un aroma agradable al Señor del Universo. No entregues regalos defectuosos si está en tus manos dar lo mejor, donde quiera que Dios te ponga.

Sirve con gozo al prójimo. Los actos de amor para el prójimo son expresiones de olor fragante a Dios (Efesios 5:2; Filipenses 4:18). El sacrificio que represente compartir y cuidar de otros, son hechos para el Señor mismo. Estos actos son manifestaciones de un corazón regenerado que ha dejado de ser el centro de sus atenciones y que es capaz de abrir su mano para bendecir a los menos favorecidos o que se hayan en infortunio. Pero no debe hacerse por fuerza o con intenciones mezquinas sino con el gozo de alabar a Dios en su imagen visible. Las muestras de servicio al prójimo se determinan en cuanto reflejan el carácter santo de Dios y si pueden resistir el escrutinio de Dios que juzga lo más íntimo de la mente humana.

Una palabra final

Los encuentros con Dios fueron marcados para santificar el espacio donde se manifestó lo sublime y majestuoso, los que vieron la gloria levantaron un altar de reconocimiento, ese altar podía ser un montículo de piedras o a veces una sola, hasta que se levantó un templo fijo en tiempos de Salomón. Mas ninguno pudo contener la grandeza del poder de Dios, porque Dios es inaprehensible, su ser infinito no puede ser contenido por ningún edificio, pero, nos obsequia el privilegio de ser altares humanos en los cuales se presenten ofrendas de gratitud y amor. Vayas donde vayas, en todo tiempo, si estás en Cristo, eres un altar de adoración al Señor de la vida.

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